Gorgias,
el sofista recusado de la filosofía, el gran amante del λóγος, arrojó a la
posteridad su tan denostado Encomio de
Helena. Una vehemente apología de Helena, hija de Zeus, la que raptada por
Paris es tenida por responsable de la Guerra de Troya. En medio de ello, la
genialidad discursiva de Gorgias nos sorprende con intempestiva lucidez, cito:
“La palabra es un poderoso soberano que con un cuerpo
pequeñísimo y del todo invisible lleva a término las obras más divinas. Pues es
capaz de hacer cesar el miedo y mitigar el dolor, producir alegría y aumentar
la compasión.”
El lenguaje es una fuerza de
origen espiritual e invisible cuyas consecuencias físicas y observables se
exhiben cual espectáculo ante nuestros ojos. La palabra atrae, motiva la
traslación de los cuerpos, las inclinaciones de la voluntad; por ella somos
arrastrados como si embriagados por Ἔρως. Lo
que importa no es la credibilidad, sino el deleite -señala Gorgias-, pues la
potencia de la verosimilitud se ensancha con la huella del placer estético, calando
fuerte en el alma. Sucede entonces que, desde antes de siempre, los poetas se
arrojan al mar de las palabras porque en su vastedad divisan esperanza o vestigio
alguno de su esplendor. El Génesis judeocristiano evidencia el poder que la voz
divina (vox dei) tiene para traer al ámbito del ser aquello que aún no es. Alejandra
Pizarnik, la poetisa de la orfandad, sentencia:
“Escribes poemas
porque necesitas
un lugar
en donde sea lo que no es”
Y
Cristina Peri Rossi, la mujer de los talismanes poéticos; insiste, completa y
recalca:
“Escribimos porque los objetos de
los que queremos hablar no están.”
La escritura se opone diametralmente a la
oralidad de la vida. En el escribir hay un doble acto de retención y
apropiación de las palabras. Aquí el hombre se libera, se aferra a lo
perdurable, improvisa una trinchera a medida frente a lo transitorio de las
palabras que se dicen. Pues la oralidad responde siempre al apuro y la tiranía
de lo momentáneo, en cambio, cuanto se escribe, se ordena como sacrificio y promesa
de fidelidad a uno mismo; diría María Zambrano, la filósofa de los poetas.
La mandrágora
perseguida otrora es la misma que motoriza la indagación poética en nuestros
contemporáneos. Hesíodo en tu Teogonía
nos exhorta, en tanto que mortales, con el siguiente augurio:
“¡Dichoso aquél de quien se prendan las Musas! […] Dulce
le brota la voz de la boca. Pues si alguien, víctima de una desgracia, con el
alma recién desgarrada se consume afligido en su corazón, luego que un aedo
servidor de las Musas cante las gestas de los antiguos y ensalce a los felices
dioses que habitan el Olimpo, al punto se olvida aquél de sus penas y ya no se
acuerda de ninguna desgracia. ¡Rápidamente cambian el ánimo los regalos de los
dioses! ¡Salud, hijas de Zeus! Otorgadme el hechizo de vuestro canto.”
El
canto y la voz de las musas hechizan el corazón del hombre; y en esto estriba
su anhelo, pues en el conjuro poético habita el consuelo para las furias que
agitan en las aguas del alma. El hombre ruega a los dioses por el encantamiento
del λóγος, pide que su manto lo cubra, pide su abrigo.
Volviendo,
ya por nuestros lares, y en un horizonte de pampa sin frontera, tenemos al
gaucho Martín Fierro apuntalando:
“Aquí me pongo a cantar
al compás de la vigüela,
que el hombre que lo desvela
una pena estrordinaria
como la ave solitaria
con el cantar se consuela.”
El poder terapéutico de la
palabra reside en su capacidad de persuadir, de embriagar; induciendo en el
alma orden y desorden en sus estados y humores. Así, la poesía infunde
sensaciones físicas en el cuerpo de sus oyentes. Ella no persigue la
demostración de verdades ni el señalamiento de las mismas; pues la literatura
contemporánea suele operar bajo el supuesto barthesiano de la “inadecuación fundamental del lenguaje y de
lo real”. Porque bien lo instituye el veredicto alejandrino:“(Todo lo que se puede decir es mentira)”.
A pesar de ello, la empresa literaria se erige como el legítimo producto de la
porfía humana que se resigna al silencio, a las propiedades de lo inefable, y
al misterio. Pero, ¿por qué? ¿Por qué el poeta insiste con el verso a pesar de
su indigencia, de su flaqueza gnoseológica?
Pizarnik respondería:
“Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el
hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna. Miserable mixtura. Yo
restauro, yo reconstruyo, yo ando así de rodeada de muerte.”
Y diría que el oficio del poeta es:
“Escribir como quien cierra hábilmente una herida.”
En Alejandra Pizarnik la poesía
es buscada fatigosamente como una terapia existencial abrigada en el seno del
lenguaje. En este sentido, también el psicoanálisis y la logoterapia hacen uso
consciente del valor de la palabra como instrumento de sanación. En Gorgias
encontramos el fundamento prístino de todo esto. Volvamos a él:
“La misma relación tiene el poder del discurso con
respecto a la disposición del alma que la disposición de fármacos con relación
a la naturaleza de los cuerpos. Pues así como entre los fármacos, unos extraen
del cuerpo algunos humores y otros, otros, y hacen cesar ya sea la enfermedad,
ya sea la vida, así también de los discursos, unos causan dolor, otros,
deleite, otros temor, otros provocan audacia en quienes los escuchan, mientras
que otros envenenan y hechizan el alma con una persuasión maligna.”
Ya
no hay retroceso, Gorgias nos exhibe al lenguaje, y éste se desiste delante
nuestro como un φάρμακον: hechizo o encantamiento diminuto de alcance atroz,
capaz de transportar en su invisibilidad tanto al veneno como al remedio; es la
palabra un arma de doble filo. El poema no apunta a la verdad, apunta a la cura,
a reunir y sanar. Alejandra Pizarnik parte del reconocimiento de una herida
fundamental, constitutiva, y pone la sanación en manos del λóγος. En una
entrevista responderá:
“Entre otras cosas, escribo
para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al
Malo. Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el
quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un
poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos
heridos.”
Lo
más propio que podemos reconocer en el corpus pizarniano es un yo lírico que
busca -con una desesperación que raya la locura- en el lenguaje el conjuro
poético adecuado que apacigüe los males que aquejan a la poeta. En ella se
vuelve carne el ideal surrealista de confluencia indisoluble entre vida y obra;
podría incluso pensarse que la cura del padecer del artista procede de la
autosatisfacción del personaje que se realiza en su obra. Y esto no es otra
cosa que la metafísica de artista del joven Nietzsche; el artista como el
pequeño dios salvador encargado de embellecer el trágico rostro de la
existencia humana. Cito al loco de Turín:
“Reuniendo tan sólo sus fuerzas, el arte es capaz de dar
la vuelta a esas repulsivas ideas en torno al carácter espantoso y absurdo de
la existencia y transformarlas en representaciones que permitan al hombre
vivir.”
Entonces,
ante la orfandad de los días, la poeta suicida se refugia en el lenguaje para
darle nombre y entidad al dolor, porque lo que tiene rostro se vuelve menos
hostil, más transitable. La poesía maquilla el rostro de la nada; Susana Thénon
dice que “El poema es una venturosa
incursión por lo ignorado. […] algo inmortal nacido de criaturas mortales.”
La poesía es resistencia frente a la lengua de lo obvio, frente a la mera vida;
escribir un poema es arrojar nombres y proyectiles léxicos contra el Muro del
Misterio (esto que Schopenhauer denomina como Velo de Maya) con la pretensión
derribarlo, decirlo, signarlo, cifrarlo.
Dentro
de la fortaleza del lenguaje, Alejandra se pregunta:
“[…] ¿quién me dará la respuesta jamás usada?
Alguna palabra que me ampare del viento,
alguna verdad pequeña en que sentarme
y desde la cual vivirme,
alguna frase solamente mía
que yo abrace cada noche,
en la que me reconozca,
en la que me exista.”
Es
esa inefable desgarradura la que instiga a los mortales a adentrarse en el “palacio del lenguaje”, a buscar la
persuasión, una trinchera en la que morar, o las fantasías necesarias con las
cuales poder tolerar la densidad de los días. La poesía es una soga que
arrojamos a “la tierra más ajena”,
ese ámbito de lo Otro con mayúscula, desesperados de que el lenguaje sea un “a puertas cerradas”, de que la orilla
de las cosas no comparta aguas con la orilla de las palabras. De modo que el
poeta no define ni afirma ni demuestra, tan solo señala, indica, alude, evoca,
dice y no dice.
Juan Papasidero