Continuación...
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Es
probable que se haya escuchado hablar en algún sitio de Cura Malal de un tipo y
una tipa, extraños ellos, que, durante una mañana boreal de julio, descendieron
del tren y se hospedaron en el gallinero de La Tranca ; bueno, ese tipo es
el mismo que otra tarde fue visto durante largo rato apostado sobre unos
palenques del antiguo boliche frente a la estación ferroviaria, con su mirada
absorta proyectada sobre los mismísimos muros como si estuviese acompañado de
alguien que no era su esposa ya que ésta se había quedado en el Gallinero
haciendo artesanías con bellotas del lugar. Bueno, ese tipo era yo, y a quien
observaba como a través de un enigma era al propio Heráclito de Éfeso presente
de cuerpo entero en Cura Malal para envidia de los vecinos pueblos lindantes.
Los mismos que me vieron allí, como petrificado, también me habrán visto
emprender el camino hacia el arroyo. Y tan fructífero fue este paseo como la
estancia en la vereda del boliche taciturno y abandonado. Estaba dispuesto a
sacar de Heráclito todo lo que me había quedado en tinieblas durante mis largos
estudios sobre filosofía antigua, en espera de una comprensión que parecía
ahora iluminarse con claridad desde su propia esencia. La luz provenía de su
propia esencia más no de mi entendimiento como había sospechado en principio, y
esto era lo místico del asunto. Es más, como desde una caja hueca resonó en mis
recuerdos “lo contrario se pone de
acuerdo; y de lo diverso la más hermosa armonía, pues todas las cosas se
originan en la discordia”[1].
Era la justicia que se abalanzaba sobre el decurso dialéctico de mis
razonamientos; pugnaban por una lógica de la consumación racional, pero no
había tal argumento en la devolución de sus retinas apagadas: un mundo de
contrarios, de divergencias y de discordancias era lo que se aparecía.
La
mirada adelantada del obscuro Heráclito escudriñó esta gran verdad que
lamentablemente nos llegó fragmentada pero que en su espíritu descansaba como
suerte de rebelión a la normalización de todo lo que existe. Por eso,
supongo, gozaba del camino al arroyo
tanto como yo, del antagonismo que brindaba el verde restaurado de los pinos y como sobresaliendo detrás de los grises
cardos secos. La discordia ardía por todas partes: en el canto llano del hornero
como en el chirrido monótono de los teros, unos alegres por la mañana otros
tristes en idéntica mañana.
Un
sonido nuevo llegaba a nuestros oídos. Lo observé atento para saber si se había
percatado de semejante sinfonía acuosa; jamás lo supe. Al margen de los
desbordes del arroyo comencé a
experimentar la fluidez del agua, sumisa
y franca, y la independencia de las algas que flotaban multiformes sobre la
superficie. De por sí el color era ya toda una cuestión, una incitación a las
presunciones; la corriente de su lecho anunciaba algo de difícil acceso si no
es tomado con seriedad: “No se puede
sumergir dos veces en el mismo río. Las cosas se dispersan y se reúnen de
nuevo, se aproximan y se alejan”[2].
Este pasaje hizo traer a mi memoria otro más, que dice: “Entramos y no entramos en los mismos ríos;
somos y no somos”[3].
Sus palabras articulaban un sonido diamantino, exabrupto, precoz, al que
trataba de seguir en busca de una nueva interpretación mientras reparaba en los
deslindes. El Cura Malal Grande parecía generar en mí la opinión de que su permanencia es el cambio concretado
a través de un curso de aguas que baja del sistema de las ventanias, serpentea
en la llanura y dilapida su cortejo campero en laguna cercana. Mi intelecto
afirma que esté donde esté el curso, sea en las sierras, en la llanura o en el
cuenco lagunero, es el Cura Malal Grande
lo que me da indicios seguros de que ese curso es su existencia y que ésta no
depende de los accidentes que lo abrevan en su aventurado itinerario.
Ví
con mayor claridad al arroyo Grande, ví
sus aguas verdes insondables con sus raíces acuáticas fluctuantes semejantes a
manecillas de tierra entumecida, y vi
los troncos parcos, raquíticos, hablándome de largos años de penurias altivas
que se resuelven en extenuantes olas de
viento helado, típico del mes de julio. Entonces pude concluir en que el arroyo
Grande soy yo, es aquel, es usted, y será siempre todo hombre que pise la tierra; pero aseguro
que el que venga aquí, a contemplar los atípicos esteros del desborde, decurso de agua fresca, sabrá por qué lo
afirmo. En su cauce irregular, así como en todo carácter o en todo temperamento
individual, se denotan las fétidas anomalías del alma. Paradojando, si agito el
fondo barroso el agua se enturbia; si agito el alma herida mi persona se nubla. Si coloco un impedimento
en su corriente desborda el líquido hacia las márgenes; si me prohíben el
desarrollo, me rebelo….Cuánto nos parecemos con el Cura Malal Grande….Pero
cuidado, nuevamente Heráclito me recuerda “yo
me escudriñé a mí mismo”[4]
. Es que las conclusiones, a veces arrebatadas, entregan la impresión de un profundo
desconocimiento de insinuaciones
internas que se reducen sólo a intenciones fundadas en un pretérito gusto
anquilosado por los años viejos. Tuve la certeza precisa de que el arroyo
mantiene un conocimiento de todos sus metros, de todas sus riberas y de cada
uno de los troncos que van cayendo en su lecho porque hay una conciencia que lo
percibe y que nosotros llamamos “accidentes
sensitivos”.
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Promediaba
mi paseo. Había visto bastante a pesar de que nunca me cansaría de reposar la
mirada sobre las claras aguas del Cura Malal Grande, es que me conferían una
cierta tranquilidad, y si a esto sumo la brillante compañía de Heráclito, a la
jornada bien podría haberla decretado inolvidablemente infinita.
Aquello
sí que no estaba dentro de mis posibilidades de manera que, bañé con una última
mirada la vera del arroyo carcomida por las crecientes, a esos troncos extravagantes que como brazos y
dedos anquilosados acechaban terroríficamente
el curso, y a los árboles que mantenían en pie el verdor de alguna pena
extraña, sintiendo que no volvería a ver esas maravillas, es que algo me decía
que fuese eficaz en la mirada para grabar en las retinas esa magia
resplandeciente emanada del lugar, de cada detalle, de cada centímetro de
tierra y de lodo, y junto al filósofo además. Resolví regresar. Elena me
estaría esperando para tomar unos mates.
Al trepar
por la banquina, el presente arrulló una reverencia al viejo: “el camino hacia lo alto y el camino hacia
lo bajo es uno y el mismo”[5],
entonces pude razonar que el camino que emprendía hacia el pueblo era el mismo
que me había servido para alejarme de él hacía apenas un rato, y qué cuestión
ésta, quizás ni yo fuese el mismo tampoco dado que estaba un par de minutos más
viejo que al llegar al arroyo. Es que todo es un fluir permanente, una sinfonía
de acordes bellísimos en ese instante en
que uno los percibe auditivamente pero que luego, apenas unos segundos después,
sólo son pasadas vibraciones del alma esparcidas en un recuerdo que no posee
cuerpo ni solidez. Evalué, pues, de pronto, la inconsistencia de la materia, y
del alma, y de un Ser superior, del mundo y de las personas, de la conciencia de mí mismo,
de mi conciencia de la conciencia, de las culpas, los arrepentimientos y los
remordimientos que exigen una compensación anímica de sus contrarios para hacer
tolerable la vida. De pronto, mezclado con el canto de un mixto, escuché que mi
compañero decía“¿cómo puede uno ponerse a
salvo de aquello que jamás desaparece?”[6]
De reojo revestí de luz a mi acompañante porque sabía lo que quería fraguar con
su pregunta; y dije para mis adentros “ya sé que fuiste mal interpretado, ahora
me lo confirmas con tu oportuna disquisición”. No te refieres al logos eterno o al fuego eterno, te refieres a la conciencia del hombre. Acaso
creyeron tus interpretadores que no tenías la fuerza suficiente como para
expresarte en términos de alta psicología y de imperativo moral. Siempre has
sido un aristócrata, pensé.
Te
han subestimado a mi entender, pero yo no. Yo te he otorgado el crédito que se
le otorga a los grandes, has visto en
Cura Malal lo que hay que ver para reafirmar tu pensamiento sabio y tus intuiciones
de escéptico santo. Por Fortuna, no tienes más pulmones para recibir aire, ni
aromas, ni nada que te asfixie; sigues manteniendo intacta la floreciente razón
que busca la unión entre lo diverso; continúa tu ánima templada en medio de la
fila de humo que sale de la salamandra de aquella casita adusta junto al
firmamento azul que se recorta por rosados nubarrones de invierno. Pero mi
conciencia….esa “masa” informe, pneumática[7], de la que nadie escapa… ¿qué
será de ella cuando mi fuerza se acabe para acallar su voz ronca y casi
imperceptible? Mi compañero me miraba como diciendo, “de la guerra surge la
paz” de lo que concluyo que ha de darse pelea a una conciencia desdichada e
insolente. “A las grandes penas
corresponden mayores recompensas”[8].
El arco de la lira, cuanto más se tensa es cuando mejor suena, y su afinación
perfecta proviene del oído del afinador que es un mortal como cualquiera de
nosotros; del mismo modo la existencia tensa los días pero al anochecer, cuando
los búhos están próximos a ganar el campo y los horneros próximos al descanso
final, un bienestar recorre los músculos y las articulaciones haciendo que la
sangre fluya indómita por todo el cuerpo experimentando la sensación de la
tarea cumplida: la lira ha sido afinada según el gusto del mortal y sus acordes
son el reflejo cósmico de un pensamiento que nació inmortal.
Lógicamente,
mientras caminábamos rumbo al pueblo, a unas cuadras, desde donde ya descubría
los equinos pardos que caminaban aún satisfechos, pude volver a escuchar el
lamento del molino de la estación, y oler las acacias quemadas en las estufas
hogareñas, mientras me dejaba llevar por el estupor del día pasado; pero ya
estaba en soledad dado que mi
acompañante había dejado de serlo;
advertí que su figura se iba desdibujando lentamente, pausadamente, al ritmo de
mi pestañeo remiso. Y ya no vi su cuerpo
de neblina ni su túnica de aromos, se había ido, ¿o yo había dejado de
pensarlo? Cualquiera sea el caso, ahora
evaluando la posibilidad de contar mi experiencia, caigo en la cuenta de que
nadie va a creerme, en ese caso, juzgo
oportuno convencerlos que desde la mente, sin salir de ella, y con el auxilio
de las Musas, estuve paseando con Heráclito de Éfeso por el pueblo de Cura
Malal, hasta su arroyo, y que me ha
dejado un recado para todo el mundo: “A
los hombres les aguardan cuando mueran tales cosas que ni esperan ni se
imaginan”[9].
También sería justo que me convenzan desde sus mentes, y sin salir de ellas, de
que no es verdad lo que acabo de decir. El realismo sólo puede defenderse desde
el idealismo. Todo lo real pierde realidad en la idea, y la idea es real cuando
no sale de la mente aunque allí conserve su magnitud, su fuerza, su ficción y
su justificación existencial. Y si con la muerte, como dice Heráclito, nos
aguardan cosas que no esperamos, hoy, Tanatos, hijo de Érebo y Nicte, hermano
gemelo de Hipnos, me ha dado un grato
anticipo.
Colaboración del Prof. Carlos Butavand
[1] Ibíd. Frag. Nº 8
[2] Ibíd. Frag. 91
[3] Ibíd. Frag. 49a
[4] Ibíd. Frag. 101
[5] Ibíd. Frag. Nº 60
[6] Ibíd. Frag. Nº 16
[7] Del griego “pneuma” que significa aire, soplo, hálito de vida, etc.
[8] Ibíd. Frag. 25
[9] Ibíd. Frag, 27