jueves, 31 de mayo de 2018

Heráclito en Cura Malal II

Continuación...


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         Es probable que se haya escuchado hablar en algún sitio de Cura Malal de un tipo y una tipa, extraños ellos, que, durante una mañana boreal de julio, descendieron del tren y se hospedaron en el gallinero de La Tranca; bueno, ese tipo es el mismo que otra tarde fue visto durante largo rato apostado sobre unos palenques del antiguo boliche frente a la estación ferroviaria, con su mirada absorta proyectada sobre los mismísimos muros como si estuviese acompañado de alguien que no era su esposa ya que ésta se había quedado en el Gallinero haciendo artesanías con bellotas del lugar. Bueno, ese tipo era yo, y a quien observaba como a través de un enigma era al propio Heráclito de Éfeso presente de cuerpo entero en Cura Malal para envidia de los vecinos pueblos lindantes. Los mismos que me vieron allí, como petrificado, también me habrán visto emprender el camino hacia el arroyo. Y tan fructífero fue este paseo como la estancia en la vereda del boliche taciturno y abandonado. Estaba dispuesto a sacar de Heráclito todo lo que me había quedado en tinieblas durante mis largos estudios sobre filosofía antigua, en espera de una comprensión que parecía ahora iluminarse con claridad desde su propia esencia. La luz provenía de su propia esencia más no de mi entendimiento como había sospechado en principio, y esto era lo místico del asunto. Es más, como desde una caja hueca resonó en mis recuerdos “lo contrario se pone de acuerdo; y de lo diverso la más hermosa armonía, pues todas las cosas se originan en la discordia”[1]. Era la justicia que se abalanzaba sobre el decurso dialéctico de mis razonamientos; pugnaban por una lógica de la consumación racional, pero no había tal argumento en la devolución de sus retinas apagadas: un mundo de contrarios, de divergencias y de discordancias era lo que se aparecía.
La mirada adelantada del obscuro Heráclito escudriñó esta gran verdad que lamentablemente nos llegó fragmentada pero que en su espíritu descansaba como suerte de rebelión a la normalización de todo lo que existe. Por eso, supongo,  gozaba del camino al arroyo tanto como yo, del antagonismo que brindaba el verde restaurado de los pinos  y como sobresaliendo detrás de los grises cardos secos. La discordia ardía por todas partes: en el canto llano del hornero como en el chirrido monótono de los teros, unos alegres por la mañana otros tristes en idéntica mañana.
         Un sonido nuevo llegaba a nuestros oídos. Lo observé atento para saber si se había percatado de semejante sinfonía acuosa; jamás lo supe. Al margen de los desbordes del arroyo  comencé a experimentar la  fluidez del agua, sumisa y franca, y la independencia de las algas que flotaban multiformes sobre la superficie. De por sí el color era ya toda una cuestión, una incitación a las presunciones; la corriente de su lecho anunciaba algo de difícil acceso si no es tomado con seriedad: “No se puede sumergir dos veces en el mismo río. Las cosas se dispersan y se reúnen de nuevo, se aproximan y se alejan”[2]. Este pasaje hizo traer a mi memoria otro más, que dice: “Entramos y no entramos en los mismos ríos; somos y no somos”[3]. Sus palabras articulaban un sonido diamantino, exabrupto, precoz, al que trataba de seguir en busca de una nueva interpretación mientras reparaba en los deslindes. El Cura Malal Grande parecía generar en mí la opinión  de que su permanencia es el cambio concretado a través de un curso de aguas que baja del sistema de las ventanias, serpentea en la llanura y dilapida su cortejo campero en laguna cercana. Mi intelecto afirma que esté donde esté el curso, sea en las sierras, en la llanura o en el cuenco lagunero, es el Cura Malal  Grande lo que me da indicios seguros de que ese curso es su existencia y que ésta no depende de los accidentes que lo abrevan en su aventurado itinerario.
         Ví con mayor  claridad al arroyo Grande, ví sus aguas verdes insondables con sus raíces acuáticas fluctuantes semejantes a manecillas de  tierra entumecida, y vi los troncos parcos, raquíticos, hablándome de largos años de penurias altivas que se resuelven en  extenuantes olas de viento helado, típico del mes de julio. Entonces pude concluir en que el arroyo Grande soy yo, es aquel, es usted, y será siempre  todo hombre que pise la tierra; pero aseguro que el que venga aquí, a contemplar los atípicos esteros del desborde,  decurso de agua fresca, sabrá por qué lo afirmo. En su cauce irregular, así como en todo carácter o en todo temperamento individual, se denotan las fétidas anomalías del alma. Paradojando, si agito el fondo barroso el agua se enturbia; si agito el alma herida  mi persona se nubla. Si coloco un impedimento en su corriente desborda el líquido hacia las márgenes; si me prohíben el desarrollo, me rebelo….Cuánto nos parecemos con el Cura Malal Grande….Pero cuidado, nuevamente Heráclito me recuerda “yo me escudriñé a mí mismo”[4] . Es que las conclusiones, a veces arrebatadas,  entregan la impresión de un profundo desconocimiento de  insinuaciones internas que se reducen sólo a intenciones fundadas en un pretérito gusto anquilosado por los años viejos. Tuve la certeza precisa de que el arroyo mantiene un conocimiento de todos sus metros, de todas sus riberas y de cada uno de los troncos que van cayendo en su lecho porque hay una conciencia que lo percibe y que nosotros llamamos  “accidentes sensitivos”.
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         Promediaba mi paseo. Había visto bastante a pesar de que nunca me cansaría de reposar la mirada sobre las claras aguas del Cura Malal Grande, es que me conferían una cierta tranquilidad, y si a esto sumo la brillante compañía de Heráclito, a la jornada bien podría haberla decretado inolvidablemente infinita.
Aquello sí que no estaba dentro de mis posibilidades de manera que, bañé con una última mirada la vera del arroyo carcomida por las crecientes, a  esos troncos extravagantes que como brazos y dedos anquilosados  acechaban terroríficamente el curso, y a los árboles que mantenían en pie el verdor de alguna pena extraña, sintiendo que no volvería a ver esas maravillas, es que algo me decía que fuese eficaz en la mirada para grabar en las retinas esa magia resplandeciente emanada del lugar, de cada detalle, de cada centímetro de tierra y de lodo, y junto al filósofo además. Resolví regresar. Elena me estaría esperando para tomar unos mates.
         Al trepar por la banquina, el presente arrulló una reverencia al viejo: “el camino hacia lo alto y el camino hacia lo bajo es uno y el mismo”[5], entonces pude razonar que el camino que emprendía hacia el pueblo era el mismo que me había servido para alejarme de él hacía apenas un rato, y qué cuestión ésta, quizás ni yo fuese el mismo tampoco dado que estaba un par de minutos más viejo que al llegar al arroyo. Es que todo es un fluir permanente, una sinfonía de acordes  bellísimos en ese instante en que uno los percibe auditivamente pero que luego, apenas unos segundos después, sólo son pasadas vibraciones del alma esparcidas en un recuerdo que no posee cuerpo ni solidez. Evalué, pues, de pronto, la inconsistencia de la materia, y del alma, y de un Ser superior, del mundo y  de las personas, de la conciencia de mí mismo, de mi conciencia de la conciencia, de las culpas, los arrepentimientos y los remordimientos que exigen una compensación anímica de sus contrarios para hacer tolerable la vida. De pronto, mezclado con el canto de un mixto, escuché que mi compañero decía“¿cómo puede uno ponerse a salvo de aquello que jamás desaparece?”[6] De reojo revestí de luz a mi acompañante porque sabía lo que quería fraguar con su pregunta; y dije para mis adentros “ya sé que fuiste mal interpretado, ahora me lo confirmas con tu oportuna disquisición”. No te refieres al logos eterno o al fuego eterno, te refieres a la conciencia del hombre. Acaso creyeron tus interpretadores que no tenías la fuerza suficiente como para expresarte en términos de alta psicología y de imperativo moral. Siempre has sido un aristócrata, pensé.
Te han subestimado a mi entender, pero yo no. Yo te he otorgado el crédito que se le otorga a  los grandes, has visto en Cura Malal lo que hay que ver para reafirmar tu pensamiento sabio y tus intuiciones de escéptico santo. Por Fortuna, no tienes más pulmones para recibir aire, ni aromas, ni nada que te asfixie; sigues manteniendo intacta la floreciente razón que busca la unión entre lo diverso; continúa tu ánima templada en medio de la fila de humo que sale de la salamandra de aquella casita adusta junto al firmamento azul que se recorta por rosados  nubarrones de invierno. Pero mi conciencia….esa “masa” informe, pneumática[7], de la que nadie escapa… ¿qué será de ella cuando mi fuerza se acabe para acallar su voz ronca y casi imperceptible? Mi compañero me miraba como diciendo, “de la guerra surge la paz” de lo que concluyo que ha de darse pelea a una conciencia desdichada e insolente. “A las grandes penas corresponden mayores recompensas”[8]. El arco de la lira, cuanto más se tensa es cuando mejor suena, y su afinación perfecta proviene del oído del afinador que es un mortal como cualquiera de nosotros; del mismo modo la existencia tensa los días pero al anochecer, cuando los búhos están próximos a ganar el campo y los horneros próximos al descanso final, un bienestar recorre los músculos y las articulaciones haciendo que la sangre fluya indómita por todo el cuerpo experimentando la sensación de la tarea cumplida: la lira ha sido afinada según el gusto del mortal y sus acordes son el reflejo cósmico de un pensamiento que nació inmortal.
         Lógicamente, mientras caminábamos rumbo al pueblo, a unas cuadras, desde donde ya descubría los equinos pardos que caminaban aún satisfechos, pude volver a escuchar el lamento del molino de la estación, y oler las acacias quemadas en las estufas hogareñas, mientras me dejaba llevar por el estupor del día pasado; pero ya estaba en soledad dado  que mi acompañante había dejado  de serlo; advertí que su figura se iba desdibujando lentamente, pausadamente, al ritmo de mi pestañeo remiso. Y ya  no vi su cuerpo de neblina ni su túnica de aromos, se había ido, ¿o yo había dejado de pensarlo?  Cualquiera sea el caso, ahora evaluando la posibilidad de contar mi experiencia, caigo en la cuenta de que nadie  va a creerme, en ese caso, juzgo oportuno convencerlos que desde la mente, sin salir de ella, y con el auxilio de las Musas, estuve paseando con Heráclito de Éfeso por el pueblo de Cura Malal,  hasta su arroyo, y que me ha dejado un recado para todo el mundo: “A los hombres les aguardan cuando mueran tales cosas que ni esperan ni se imaginan”[9]. También sería justo que me convenzan desde sus mentes, y sin salir de ellas, de que no es verdad lo que acabo de decir. El realismo sólo puede defenderse desde el idealismo. Todo lo real pierde realidad en la idea, y la idea es real cuando no sale de la mente aunque allí conserve su magnitud, su fuerza, su ficción y su justificación existencial. Y si con la muerte, como dice Heráclito, nos aguardan cosas que no esperamos, hoy, Tanatos, hijo de Érebo y Nicte, hermano gemelo de Hipnos,  me ha dado un grato anticipo. 


Colaboración del Prof. Carlos Butavand




[1] Ibíd. Frag. Nº 8
[2] Ibíd. Frag. 91
[3] Ibíd. Frag. 49a
[4] Ibíd. Frag. 101
[5] Ibíd. Frag. Nº 60
[6] Ibíd. Frag. Nº 16
[7] Del griego “pneuma” que significa aire, soplo, hálito de vida, etc.
[8] Ibíd. Frag. 25
[9] Ibíd. Frag, 27

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