miércoles, 25 de abril de 2018

Heráclito en Cura Malal I

Introducción


Cura Malal es un adorable pueblo ubicado al sur de Buenos Aires a unos 520 kilómetros de Lomas de Zamora. Soledoso, melancólico y mágico. Si uno estudia historia argentina encontrará que allí se convocó el primer servicio militar como aprestamiento para las campañas del desierto llevadas a cabo por el general Julio Argentino Roca ante la muerte de Adolfo Alsina en la batalla de Cura Malal Chico en el año 1877 y durante el gobierno de Nicolás Avellaneda. Hasta las pampas de Cura Malal llegaban los malones indígenas comandados por el General Juan Calfucurá, cacique de la familia araucana, razón por la cual se conformó en ese ventoso y frío paraje bonaerense una especie de campamento militar adiestrando civiles extranjeros y gauchos nativos que quisieran sumarse a una supuesta causa justa en contra de los “salvajes” y de los rebeldes que amenazaban vidas y propiedades en busca de aquello que el mismísimo blanco les había robado: sus tierras. Por esto, y quizás por la disposición interior de los que describimos hechos y lugares, es que uno queda prendado imaginando la historia que se reclina intacta sobre los centenarios eucaliptos, álamos y talas presentes en la campiña omnímoda. 
La roja sangre de la historia todavía corre por las venas de los corceles que se ven dispersos por los potreros curamaleños pastando; estilizadas formas, brillantes pelajes y vital energía caballar, no puede mostrar otra cosa que lo tradicional natural embebido por el néctar pestilente de una memoria remisa al recuerdo. Lo mismo ocurre cuando uno escudriña con atención y demora los ajados rostros de hábiles jinetes, demasiado hábiles como para tratarse de ejercitación diaria: es que lo traen en los genes; y uno tiene ganas de decir que quien no ve estas holguras y ribetes de la realidad es porque tiene en su piel la cobardía de no reconocer el fraude implícito en la historia civilizada que todavía nos atraviesa. La “barbarie” cuenta otra historia, tiene en su haber otra historia, esa que habla de llantos ahogados, de hambrunas tremendas y de asesinatos viles. Y por el otro lado el temor, el temor al reconocimiento, que llevaría a plantearse hoy mismo la biósfera de los vencedores montados en estos tiempos sobre industrias y globalizaciones merced a un primer escándalo, escándalo que ha tenido a Cura Malal como testigo mudo, pero estoico, de lo que ha pasado. 
No obstante, sólo el silencio habla y la imaginación brota de sus yuyos templados por sol de estío posando sus tentáculos alados en quien deambula por la verde pradera moteada con pajonales amarillentos como aquellos que acunaron el alma del Santos Vega, del Fausto y de su vigüela. Efectivamente, entre las pajas secas, los teros y algunos patos escandalosos, se abre un espacio etéreo de distensión y comienza uno a presentir hechos lejanos, pasados, fortuitos, pero que vuelven y se acomodan entre el presente y el futuro. No es sencillo de explicar. Es una emoción, y como tal no es factible de ciencia alguna. Por lo tanto, los hombres de hoy, digamos los supuestos lectores de estas líneas, se mostrarán remisos y escépticos de dar crédito a lo que aquí se diga debido a que están afectados por el rancio positivismo abisal de las urbes marchitas e insensibles; a mí no me importa igualmente, escribo lo que imagino, lo que me gusta, lo que me hubiera gustado, y lo que imagino existe, ¿quién podría negar esta realidad? 

-1- 

Era uno de esos días grises, en lo exterior y en lo interior; tal vez por ello me dejé llevar por una disipación hacia la sorpresa; mi ánimo creo que daba sólo para recibir un pasmo, algo que realmente me conmoviera, más allá de las maravillosas nuevas que nos brindaba Cura Malal; intuía perfectamente que algo se ocultaba a la simple aprehensión de las cosas del pago, a su simpleza absoluta, por lo tanto iba en busca de ello como si mi andar bostezara la perenne hidalguía de un sentimiento pueril. Quizás por ello descubrí que detrás de un herraje milenario, supongo que se trataba de un esqueleto oxidado de arado atravesado por miles de vegetales abigarrados, frescos y tiernos que lo abrazaban como para proteger su infatigable labor, se irguió la esbelta figura barbada de un hombre que se adelantó inseguro y pavoroso. Ambos padecimos y cedimos a un principio de éxtasis que en inicio luchaba por invadirnos. De manera inmediata nos dejamos llevar y transportar. Me pareció conocerlo. Luego al tener en cuenta de que allí todavía no conocía a nadie, excepto a la Juana, a Mercedes, y a alguna otra figura que escudriñé por la ventana, de lejos, caí en la cuenta de que ese hombre deseaba decir algo. Tenía aspecto de sabio. 
Según entiendo, por experiencia propia, afirmo con vehemencia que en el campo hay mucha gente con porte de sabio, que encarna la sapiencia como un don natural, sin proponérselo, ni saberlo…. y que ese hombre, el que acababa de ver, no desentonaba en absoluto con el ambiente campero. Sin embargo, inmediatamente advertí que no era de allí: sus extrañas ropas lo delataban pues, de hecho, se reducían a una túnica clara con bastones verticales negros entrecruzados con otros horizontales del mismo tono, separados por espacios geométricos exactos, precisos, al estilo heleno. Calzaba unas rústicas sandalias marrones de cuero crudo, opaco, sin abrigo de ningún tipo. Realmente aquel día hacía frío como para estar ataviado de ese modo, pero no le dí demasiada trascendencia. 
Al acercarse a mí noté algo que me llamó la atención: ¿esa figura estaba ahí parada o estaba la imagen grabada en mi mente como un recuerdo añoso de libros de historia o de filosofía? ¿Ese cuerpo humano pertenecía a la realidad o era una Idea que ahora se actualizaba al escudriñarla tan cerca como si fuese un enigma de mi mente? Es decir, estaba allí o estaba en mi mente. No podría precisarlo pues la realidad se transfiguraba y se disolvía en un idealismo obsceno, claro y prometedor. 
Confieso que jamás he sentido algo semejante, y, repito, no afecta si me creen o no, mi tarea, en este caso, es narrar. 
De tanto reparar en la imagen, segundos tras segundos, con la mirada fija en sus rasgos que se iban deshaciendo con el ardor de mis ojos, descubrí que ese hombre podría ser todos los hombres, un ejemplar perfecto del humano, un arquetipo. Pero ni bien pestañaba retornaban las formas a su causa inicial y se dibujaban nuevamente los trazos particulares en una figura que los contenía a todos; una y otra vez ese hombre me traía un recuerdo lejano en el tiempo, una trama filosófica, un comienzo, un ardid, un antagonismo, a la vez que una terrible actualidad, una certeza indubitable y una compañía irresistible. Sus largas barbas canas que se perdían en un ancho pecho aparecían como pegadas al rostro y Él, en lo suyo, prometía una diminuta palabra que tardaba en llegar porque ese sujeto, como lo comprobé después, no expresaba signos sino bruscos latidos de remembranzas. Su voz era la mismísima lejanía del recuerdo, actualizado y yacente en la medida que yo lo permitiera recordándolo y trayéndolo al aquí y ahora, de otra forma, ese cuerpo se hubiera perdido como una sombra en la inmensidad de las hernistas. Parecía que yo le daba vida con mi recuerdo y que ni bien dejara esta actitud de ensoñación y de memorización, se desvanecería en el espacio como una nube en el horizonte tormentoso. 
Al fin pude ver cuál era la raíz del recuerdo y la familiaridad de su rostro: era de un busto hecho en la Grecia Clásica y presentado en una antigua edición de su obra de la Editorial Aguilar. Efectivamente, era Heráclito, el obscuro, aquel pensador solitario, aristocrático, perteneciente a la escuela de Éfeso en la Jonia antigua donde habían conversado los pitagóricos con los budistas e hinduistas, donde el culto a Dionisos y a Orfeo representaba el ritmo de la vida. Heráclito….mi querido y estimado Heráclito, allí presente, en Cura Malal, asistiendo a mi desesperación de hombre moderno felizmente decepcionado. 
El lector desconfiado, lo sé, me preguntará de todo acerca de este hecho magnánimo, y es justo que así sea: ¿cómo saber si era en realidad Heráclito de Éfeso?, ¿no será una visión atormentada de un hombre que ha perdido el sano juicio?, ¿cómo puede uno confiar en lo que este escritor dice y asegura? Mi respuesta es sencilla, a la vez que concisa y concreta.: como expresé con anterioridad, no necesito que alguien crea lo que digo, está en cada uno hacerlo. Lo cierto es que, contestando a lo primero, conozco a la perfección todas las esculturas que se han erigido en su nombre como manifestación de honores hacia su vida y su obra, y son idénticas a la persona que he cruzado en los caminos. En cuanto a lo segundo, no hay tormento alguno en mi visión pues no hay tormento alguno en mi entendimiento, y como éste, intuitivamente trabaja sobre los datos de la percepción sensible, no hay lugar para la locura porque, en verdad, la figura de Heráclito estaba allí y nadie podrá discutirme esto. Resta decir algo sobre lo tercero: es muy sencillo, fe es lo que se precisa para seguir estas líneas, y como asegura Afrikan Spir, la creencia está en la base de toda aprehensión y de toda intelección. Hay una creencia inicial en los significantes primitivos, arbitrarios, de los conceptos y de los nombres. 
Véase mi lector que no sólo escudriñé su figura sino que al hacerlo retornaron a mi memoria los fragmentos que se han conservado gracias a innumerables filósofos y recopiladores de grandes pensamientos como lo fueron Aristóteles, Simplicio, Diógenes Laercio, Clemente Alejandrino y hasta Eusebio entre otros. Mientras todos ellos se abigarraban en mi mente excitada, fui testigo directo de que Heráclito se recostara sobre ese palenque que sobrevive a todos los invierno frente a la estación ferroviaria, allí lindando el antiguo boliche, allí donde el aún chirría sus años dejando escapar el sonido que el de Éfeso producía al arrastrar sus sandalias marchitas por entre los baldosones viejos de la grisácea vereda despareja. 
No cabe duda de que su persona era su doctrina; representaba toda ella la abstracción de cada uno de sus fragmentos así como el bello árbol de algarrobo mantiene su blanca esencia quedando la materia como a la intemperie intelectiva, algo así como olvidada por unos instantes. La figura era su doctrina, su doctrina era mi pensamiento en esos momentos de sumo éxtasis.

-2-

De manera desordenada acudieron a mí varios de esos pasajes que hemos legado y que tantas veces leí absorto desde aquel glorioso momento en el que mi padre colocó en mis juveniles manos los “Fragmentos sobre la naturaleza”. Nunca he podido dejar de acudir a ellos para seguir cultivando la vida en todo su espesor.
Reflexioné sobre alguno de esos pasajes inmortales hasta que dos imponentes caballos pardos de pie, pastando, ladeando sus colas tan extensas que casi se confundían con los arbustos silvestres del campito, interrumpieron el éxtasis. Escuché nuevamente los herrajes del molino, sentí el perfume salvaje de los pastizales y me concebí despierto en mi sueño, era conciente en mi sueño, en mis conjeturas y en mis inclinaciones a la Belleza que se abrían y cerraban abrazando un ser cualquiera; hasta el propio boliche abandonado me inspiraba algo indescriptible junto a esos corceles diáfanos entrelazados con los cardos quemados por el frío; el propio molino que no sólo era ese sonido sino que era también el viento, y los matorrales abigarrados que, húmedos todavía por el rocío nocturno, elevaban una oda de fragancias frescas; todo me hacía suponer que transitaba un estado de absoluta vigilia, pero yo me resistía porque es necesario en Cura Malal transitar un estado de ensueño para creer en lo que uno escudriña, incluyendo la persona de Heráclito que ahora me persuadía de que “la naturaleza aprecia el ocultarse”[1]. ¿De qué me persuade el “obscuro”? Me pregunté, ¿por qué motivo mi estimado Heráclito dirá que la naturaleza aprecia recogerse sobre sí, replegarse, cuando en sus años de vida, seguramente, ha gozado del azul del Egeo y de las inconmensurables bellezas que le brindaran las costas jónicas? Haciendo una transpolación ¿por qué yo, arrobado por las pampas, por el ondulante campo de hierbas secas, quedo perplejo, pasivo en mi entendimiento, como encandilado en la superficie del fenómeno y no lo trasciendo? Cosas extrañas realmente. Ahora, ¿por qué la naturaleza, como dice Heráclito, ama ocultarse? Ahondo dentro de mí y surge una aproximación: lo hace para mantenernos diligentes y vigilantes, en la búsqueda, pues ¿qué sería de nosotros sin esa pretensión que nos es constitutiva? Al esconderse la naturaleza se devela el intelecto, y al ocultarse el intelecto, al obnubilarse, se abre la naturaleza pues creo que hay un gran misterio en todo esto y que consiste en no profundizar demasiado para no extraviarse en un mundo de ideas que pierden su correlato en la realidad. Si la naturaleza ama ocultarse debe ser para que no se descubra su secreto milenario y para que quede siempre algo en estado conjetural: no hay proporción cognitiva entre lo finito y lo infinito, entre lo eterno y lo perenne, excepto un vago intento del hombre que surge de un estrépito acto volitivo. Pero cuidado que es mucho más simple: que la naturaleza se esconda a nuestras percepciones no quiere decir que su Ser esté oculto; es más, tal vez Heráclito se afane en proponer cierta ignominia en sus pensamientos, cierta incapacidad insospechada para el hombre arrogante.

[1] Ibíd. Frag. Nº 123 

Continuará...



Colaboración del Prof. Carlos Butavand

No hay comentarios.:

Publicar un comentario