miércoles, 15 de agosto de 2018

En torno a lo poemático

Susana Thénon dixit: “El poema es una venturosa incursión por lo ignorado.”[1]; aquí nos detendremos. ¿Qué es el poema entonces? Una incursión, un adentrarse, un internarse. ¿Y cómo es ese tránsito? Venturoso, borrascoso, tempestuoso, con la promesa siempre inminente del vendaval. ¿Pero hacia dónde se dirige en su marcha? Eso nos es desconocido, tan solo sabemos que va como en puntitas de pie sobre lo ignorado, pisando e improvisando camino sobre lo inconocido. Carece de fondo claro porque su horizonte mismo nos es materia oscura; el poeta va como a tientas, cual ciego cuyo lazarillo no es otro que el lenguaje mismo, como quien se aferra a las palabras para no hundirse en el abigarrado océano del poema. Coincido con la poetisa: en el poema prima el movimiento, un deambular que va del aquí al allá. Todo ente poemático es un derrotero, un abrirse camino entre lo inexplorado, sed de conquista. ¿Y qué es lo que se detenta? Se persigue el allá, espacio de lo inaccesible, “la tierra más ajena”[2], diría Pizarnik. El verdadero poeta es el que se reconoce llamado a ir por lo que no le pertenece. Su misión es develar debelando, como quien se entromete o ubica dentro de lo no correspondido al dominio de lo humano (pensemos en la razón teorética kantiana que en porfía insiste frente a la ilusión trascendental), en donde su quehacer no puede ser cosa otra que polémico, enfrentamiento sin tregua. A propósito del oficio del poeta, Juan Gelman escribe: “quién me manda a pelear con la gramática, / maldecirme de noche, rechinar / fieramente, negarme, renegar, / gemir, llorar…”[3]. Es a esto a lo que me refiero. Sucede que el filólogo escriba no se contenta con el límite, tiene por anhelo y ambición todo aquello que lo excede, lo mismo por lo que el hombre busca trascendencias. El poeta tampoco se contenta con lo que ve, por eso exprime y obliga a las palabras a decir lo que no dicen, a signar lo que no está acá, a nombrar el reino de lo que yace más allá. En este sentido, toda verdadera poesía es metafísica, porque tiene por afán obviar la frontera de lo inminente y desea con frenesí improvisar una trinchera lingüística más allá de lo inmediato (esto rinde cuentas de la inactualidad del discurso poético que señalara Alicia Genovese[4], en un mundo sitiado por la inmediatez con que los discursos y la información exigen ser procesados, pues así lo demandan las leyes del consumo de las mercancías en el escenario de este capitalismo tardío al cual asistimos. Contrariamente, es condición del poetizar y de su lectura la mediatez, la inhabitación, el demorarse. Entrar al poema es como ingresar a un templo: hay tiempos, ritos, sacrificios, introspección. El poeta debe de ser un pontifex, porque todo poema se ofrece y se pretende como un puente; Thénon dice: “El poema es el puente que une dos extremos ignorados.”[5]). La cosa poética ubícase por fuera del ámbito de la experiencia posible; de aquí el descontento que padece todo escribiente, que es motor y alimento de su reincidencia en la escritura, de su persistencia, esa porfía. Kant culmina su Crítica aseverando la imposibilidad de la metafísica como ciencia, ergo, la imposibilidad de la poesía como ciencia, porque igualmente su objeto es aespacial y atemporal, inexperienciable, metafenoménico. La poesía se sirve de lo concreto tan solo como imagen y recurso para decir algo acerca de lo intangible.
La proposición séptima que clausura el Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein sentencia: “De lo que no se puede hablar hay que callar.”[6], porque dentro del mundo, que es la totalidad de los hechos atravesados cartesianamente por la espacialidad y la temporalidad, no es posible decir algo sobre el sentido del mundo, como si uno estuviese fuera de él, abstraído de la cadena causal que une a todo lo condicionado; pero esto no impone su inexistencia. En la proposición 6.522 leemos: “Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico.”[7] El vínculo entre la poesía y la mística ha sido más que fecundo a lo largo de la historia, especialmente en la tradición española, donde San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila y Fray Luis de León, destacan como pequeños epicentros de verdad revelada. Pero aún por sobre la mística en particular, y extendiendo su principio a todo el arte poético, quien se descubre convocado por la poesía no se resigna al silencio que pide lo indecible. Fruto de una venturosa incursión por la ajenidad de la tierra en que habita lo inexpresable, emerge el poema, y en él, lo poético o poemático residirá -pienso-, en su carácter místico. En donde el lenguaje se encuentre sometido al desvelo de mostrar o señalar aquello de lo que nada deberíamos de poder decir, por no ser ello materia del lenguaje en primer término. Si esto no es declararle la guerra al λóγος, no sé entonces qué lo será. 
Un poeta es como un farolero que, adivinando el camino o la huella en medio de la noche, va encendiendo velas en la oscuridad, como quien deja en el frío pequeñas trincheras de calor. 

Juan Papasidero



[1] Susana Thénon, La morada imposible
[2] Alejandra Pizarnik, Poesía completa
[3] Juan Gelman, Violín y otras cuestiones
[4] Alicia Genovese, Leer poesía
[5] Susana Thénon, La morada imposible
[6] Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus
[7] Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus

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